miércoles, 25 de noviembre de 2020

REFLEXIONES DESDE UNA UNIDAD DE LARGA ESTANCIA (O LO QUE MUCHOS LLAMAN MANICOMIO).

Hace dos años dejé la seguridad del sistema hospitalario, donde realicé la residencia, para ser psiquiatra en un pequeño gran recurso, un poco aislado del sistema. La oferta de un contrato indefinido, en un lugar cercano a mi domicilio y con un horario compatible con el cuidado de mi hijo, fueron sin duda unos grandes alicientes para decantarme por este lugar. Lo que no sabía es que me podía enamorar tan profundamente de mi pequeño papel en ese pequeño ecosistema que es una unida de larga estancia psiquiátrica.

Para el que le suene raro lo de Unidad de Larga Estancia (ULE) le explicaré un poco. Es un hospital psiquiátrico en el que ingresan personas con un trastorno mental grave que han pasado ya por otros recursos, pero no han conseguido mejorar para poder vivir en su hogar de manera autónoma o en un lugar comunitario con apoyos. El “trastorno mental grave” corresponde a varios diagnósticos: esquizofrenia, trastorno bipolar, depresión, algunos casos de trastorno de personalidad grave y trastorno obsesivo compulsivo; que evolucionan mal hasta el punto de producir una discapacidad en la persona para ocuparse de las cosas más básicas de su vida y/o de mantener un tratamiento-seguimiento adecuado. Una ULE nunca es una primera opción, tampoco debe ser la “solución final”, sino formar parte de un itinerario terapéutico y, a ser posible, ser una estancia larga pero temporal en la que conseguir unos objetivos clínicos y rehabilitadores.

Las unidades de larga estancia antes de la reforma sanitaria del 86 eran los llamados sanatorios mentales o manicomios. La Ley General de Sanidad de 1986 vino a transformar nuestro sistema sanitario y, más concretamente en psiquiatría, humanizarlo, dotarlo de más recursos comunitarios y no poner el centro de los cuidados en el hospital (Tabla 1). El trato que se le daba previamente a las personas con una enfermedad mental era de segunda o tercera categoría, apostando por aislarlos de la sociedad cuando fueran “relativamente molestos” para el “normal” funcionamiento de la misma. La ley del 86 quería que perder la salud mental no fuera sinónimo de perder los derechos adquiridos por todos los ciudadanos a lo largo de la historia. Una denuncia histórica que por fin se fraguaba en una ley (hubo muchos intentos previos y luchas para llegar a ella).

Hay multitud de textos sobre el tema, mucho mejores que cualquier exposición que pueda hacer yo. Resumiré todo en una frase: el objetivo era (y es) ofrecer a las personas que sufren una enfermedad mental un tratamiento en la comunidad siempre que fuera posible, con el acceso a todos los recursos asistenciales y sociales como el resto de ciudadanos de nuestro país (modelo de atención a la salud mental orientado hacia la comunidad e integrado en la sanidad).

Tabla 1. Artículo 20 de la Ley General de Sanidad.

• La atención a la SM se realizará, de forma progresiva, en el ámbito comunitario potenciando los recursos y medidas que reduzcan la necesidad de hospitalización

• Los internamientos se llevarán a cabo en las unidades psiquiátricas de los hospitales generales

• Se considerarán especialmente los problemas de SM en niños y mayores

• Se desarrollarán los servicios de rehabilitación y reinserción del enfermo mental en coordinación con los Servicios Sociales

• Igualmente, se atenderán los aspectos de prevención y atención a problemas psicosociales que puedan incidir sobre la pérdida de la salud

Ojo, había muchos sanatorios donde se cuidaba muy bien a los pacientes. Pero la masificación, la falta de personal con formación en psiquiatría, psicología o medicina en general, el paternalismo férreo y otras cuestiones, hacían que las posibilidades de recuperación de muchas personas fueran mínimas y no se respetaran, por que seguramente se pensara que no eran beneficiarios de ello, muchos de sus derechos fundamentales. Solemos minimizar el problema de la falta de derechos y maltratos a si se les sobremedicaba, si se le administraban terapias sin validez científica y que les producía lesiones físicas y psicológicas. Esas actuaciones seguramente han sido las más fáciles de eliminar, más complejo y sin terminar de solucionarse hoy en día, es si reciben todos los tratamientos a los que tiene acceso cualquier persona fuera de estas instituciones, si se les niega la autonomía en cuestiones que si pueden manejar o si entrar en una larga estancia es una condena de por vida.

El hospital psiquiátrico, nos guste o no, continúa teniendo un papel crucial para dar un cuidado adecuado y digno a algunos pacientes psiquiátricos. Lo que no podemos negar es que si hubiera una inversión adecuada en recursos comunitarios no se producirían ingresos prolongados por más años (sí, años) de los necesarios en muchos pacientes.

Los problemas para financiar recursos comunitarios han sido y son el principal escollo para terminar de realizar esta reforma psiquiátrica. No podemos minimizar el número de pacientes que están ingresados en unidades de larga estancia si no aumentamos las plazas públicas residenciales, si no aumentamos las mini residencias comunitarias o los pisos con supervisión, si no dotamos del personal adecuado a las unidades de salud mental para un seguimiento adecuado ambulatorio.

Hablo de minimizar, porque el objetivo de “0 pacientes” en unidades de larga estancia es, a día de hoy, imposible. Hay otros escollos insuperables en el momento actual: tratar los síntomas más discapacitantes que producen las enfermedades mentales graves (Tabla 2). La introducción de los psicofármacos en los años 50-60 consiguió sacar a muchos pacientes de los hospitales psiquiátricos al controlar síntomas graves conductuales en muchos de ellos. Pero algunos pacientes son resistentes a los efectos terapéuticos de estos fármacos o los efectos secundarios que les producen hacen que tomarlos no sea una opción para ellos. La evolución de distintas psicoterapias también ha ayudado mucho al tratamiento de las personas con una enfermedad mental, pero en los casos más complicados son difíciles de aplicar y se limita a dar una psicoterapia de apoyo. La rehabilitación mediante terapia ocupacional tiene éxito parcial en pacientes con tantos déficits y requiere intervenciones muy prolongadas en el tiempo, que muchas veces no cuenta con el apoyo externo para que no haya retroceso en las habilidades adquiridas. 

Son pacientes muy complejos, que necesitan intervención multidisciplinar continua y prolongada indefinidamente en el tiempo. La enfermedad puede llegar a ser tan grave que impide que algunas personas puedan alimentarse, asearse o vestirse, siendo el trabajo de los auxiliares de enfermería de estos centros los que garantizan cubrir estas necesidades básicas. Las unidades de larga estancia son los únicos lugares que pueden ofrecer ese tratamiento multidisciplinar y continuo, estructurando su día a día y ofreciéndoles un lugar donde se les apoye desde los cuidados más básicos a las tareas instrumentales más complejas, desde la perspectiva de la salud mental y los problemas asociados a perderla.

Que sigan existiendo las ULEs no es sinónimo de no necesidad de mejora (Tabla 3). El personal debe continuar formándose tanto en los avances científicos, en el conocimiento de los derechos fundamentales de las personas con una enfermedad mental, o en las habilidades para mejor la empatía durante el cuidado del paciente. El paciente debe de recibir lo mejor y garantizarse todos sus derechos, pero sin olvidarse de los profesionales encargados de proporcionar los cuidados. Estos trabajadores suelen estar agotados por situaciones estresantes y conflictivas diarias (que no son únicamente de violencia), dado que el trato directo y continuo no siempre es gratificante. Los resultados de las distintas intervenciones pocas veces son fructíferos a corto y medio plazo, lo que genera sentimientos de impotencia y de falta de valía en el desarrollo de las funciones del puesto.

Esta insatisfacción es caldo de cultivo para conflictos entre los propios trabajadores, que tienden a aliarse unos contra otros, con tendencia a pensar que son los únicos que realmente trabajan, que los demás no valoran sus funciones o que al final lo único satisfactorio que les aporta su trabajo es cobrar a final de mes. Es importante cuidar a los trabajadores en estos ambientes tan estresantes, potenciar las estrategias para trabajar en equipo y dar espacios de libertad para la expresión de sentimientos e ideas para mejorar el funcionamiento del centro. La dirección del centro es fundamental para ello, pues debe tanto conocer las complejidades del tratamiento de las personas con un trastorno mental grave, como gestionar los distintos conflictos y problemas que se van a ir generando entre pacientes, entre pacientes y trabajadores, y entre trabajadores. Invertir en el cuidado del que cuida, siempre es invertir en el paciente.

En conclusión, para un muy pequeño porcentaje de personas con un trastorno mental grave, las unidades de larga estancia son la única garantía de vivir una vida lo más plena posible, con unos cuidados que respetan su dignidad como personas, contemplando incluso la posibilidad de que el ingreso sea “de por vida” para una minoría de ellos. Las ULEs deben estar integradas plenamente en la red de salud mental y en la sanidad pública para garantizar todos los derechos de las personas que viven o trabajan en ellas.

La ULE debe ser una unidad con una finalidad principal rehabilitadora (y no un cajón de sastre donde aparcar a aquellas personas con, y menos aún sin, criterios de trastorno mental grave) para aquellas personas que no han conseguido en otros dispositivos una mejoría adecuada para tener una vida más autónoma e integrada en la comunidad.

 

4 comentarios:

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